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viernes, 3 de septiembre de 2010

Noboní y los zurcidores de medias de toalla

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Atardecía y hacía frío (la pucha si lo hacía). Las calles se iban despoblando. Todo parecía irse cerrando, irse guardando, pero había una luz y música, a todo volumen, música, música, música.

Estaba solo el Samaritano en su taller, (solo, es un decir, cómo puede estar solo alguien que está con música, música, música). Estaba concentrado en su trabajo, lija en mano, y dale que dale. Hacía un rato largo (muy largo) que estaba dale que dale sin levantar la vista. Cuando de repente, surgido del pasto, o de la lejanía, o del último naranja del cielo, o de quién sabe dónde, apareció el Noboní.

Entró al taller, en silencio (muy en silencio), casi casi un espectro, sus pies parecían no tocar el suelo, como si, envés de caminar, se deslizara por el aire a tres centímetros del piso. Se quedó a unos metros del Samaritano (que seguía en lo suyo), miró a su alrededor, agarró una lata de 20 vacía, la puso boca abajo y se sentó en ella.

Después de unos segundos, de inmovilidad por parte de Noboní y de lijaquetelija por parte del Samaritano, el primero habló:

_ é así, loco. Dijo.

_é así. Devolvió el otro mientras largaba largamente el aire de una especie de suspiro.

Sin mirarlo todavía, el Samaritano dejó la lija, se acercó al equipo, le bajó el volumen y volvió a su lugar. Un segundo antes de mirarse a los ojos, retomaron la charla que habían dejado inconclusa (si es que una charla puede concluir) la última vez que estuvieron juntos, hacía ya 9 meses, o 10, o un año y cuarto, o 2 años, nadie sabe con precisión.